Alberto Williams: la crítica y la ética

Sólo la crítica bien intencionada puede ser fecunda.

Sucede por lo general, y salvo muy honrosas excepciones, que aquellos que a la crítica se dedican, son los infecundos de la colmena intelectual, los inválidos de las otras profesiones, los patizambos y patitiesos que se quedan rezagados en la carrera al dólar, panegiristas de la empleomanía que, al quedar cesantes, buscan por el invierno la estufa económica del sol y por la canícula, el banco sin depósitos de las plazas públicas, los vagabundos de la literatura barata, a que, cansados de andar a la pesca de un empleo, de los de cobrar y no hacer nada que suelen tener los partidos políticos, no partidos aun en las elecciones, escondidos en los repliegues de los ítems del presupuesto, y cansados de esperar a la puerta de las redacciones un cargo de repórter cualquiera, concluyen por calzar, simulando esteticismos y chifladuras que no tienen, el coturno de critico de arte de algún periódico o revista.

Alguien ha dicho con malicia que los críticos son como las solteronas que rezongan porque no tienen hijos. ¡Oh inclemencia del cielo. oh destino inexorable que condenas a la vida estéril a tantos seres ansiosos de perpetuarse y contemplarse en las cabezas rubias de los niños! ¡Oh dura ley la de los críticos que se ven condenados a ocuparse de la progenie del ingenio de los otros, cuando ellos mismos languidecen y se extinguen en perpetua infecundidad!

Es voz corriente que los literatos no entiendan de música. Esta coyuntura tan propicia a los críticos de que hablamos, los induce a buscar de preferencia a cualquier otro, el puesto de crítico musical. Ese es el motivo por el cual pululan tanto en todas partes los críticos musicales. Además, para los mancos, los rengos y los tuertos de las bellas letras y de las bellas artes, el oficio de crítico musical, ¿no es, acaso, una carnada  apetecible? No han podido ganarse el pan con los recursos nobles del ingenio, y en la nueva profesión se les ofrece le ocasión, que pintan calva del todo, de hacer gala de eruditos merced a la compulsa de las enciclopedias, de hablar por boca de ganso gracias a las tijeras siempre bien afiladas, de las lustrosas mesas de retóricas, y hacerse de un estilo dúctil, flexible y esponjoso, que les dé las llaves del arte de escribir sin decir nada, de amplificar proposiciones sin ideas, de idear frases sin sentido, de ataviar la verdad con manto de sederías, de desnudar la mentira para que parezca verdad, de amparar la insidia y la calumnia bajo la augusta toga de la justicia; de codearse con los grandes artistas, de tratar familiarmente a las estrellas del teatro, a las divas y a los divos, herederos del cuerno de la abundancia, desbordante de monedas áureas y morrocótudos cheques; de charlar en sus despachos con empresarios que manejan ingentes sumas, y a los que pueden insinuarse las ventajas de muñequear un gran reclamo a la ópera a estrenarse, o de propinar un buen bombito a la primera bailarina, a la predilecta de la platea, a la de éste o la de aquél.

Una vez en la pendiente resbaladiza, el crítico musical que calce pocos puntos éticos y sea por añadidura endeble de carácter y flojo de mollera, empieza a tomarle gusto al jueguito de bombear, Dios mediante y las compensaciones, y confesándose a si mismo, que es lo mejor en estos casos, se absuelve de pecado y culpa. En el santuario de la crítica, donde se rinde culto a todos los dioses, con ancha manga, su conciencia le arguye y le censura diciendo: Mira que estas vendiendo las piltrafas de la literatura, mira que no está bien traficar con el blasón del talento, con la reputación adquirida por el noble esfuerzo del trabajo que pone el hombre y del genio que da Dios, mira que estás menospreciando el orgullo santo del artista por su arte, mira que estás jugando, por unos pesitos más o por unos pesitos menos, con la honestidad y la sinceridad de ingenio privilegiado, mira que eso es exponerte a que una tiple o un tenor de nota, lo que es del caso decir, te canten las verdades, te saquen a relucir los cueritos al sol, y te ahoguen miseramente en el pantano de los untos. Pero el crítico musical contesta y argumenta a su conciencia: Déjame en paz, no me vengas con lirismos. Hace ya largos años que brego por hacerme un lugarcito al sol, por mejorar mi triste situación, por llevar una vida holgada, y nada consigo, nada conquisto. Y siempre con los bolsillos pelados, y siempre endeudado con el sastre, con el boticario y el lechero. ¿No estoy por ventura dentro de la ley de la oferta y la demanda? Todo trabajo tiene su recompensa. ¿Quieres que sude la gota gorda por la linda cara de los demás? ¿ No cobra el abogado sus escritos, no cobra el médico sus visitas, no cobra el maestro sus lecciones? Todos vivimos honradamente de nuestro trabajo. ¿No es trabajo pasarse las noches en claro, devanándose los sesos por criticar una sonata para piano o una sinfonía para orquesta, por describir el dúo de amor de una ópera argentina o de una zarzuela española? ¿No es trabajo acarrear de arriba abajo y de abajo arriba, los pesados infolios de los diccionarios, y leerse de cabo a rabo, sin cabecear, los argumentos de los dramas líricos y las operetas? ¿No es trabajo el andar de concierto en concierto, de teatro en teatro, como de Ceca en Meca, preguntando a aquél en qué tono cantó el tenor la romanza de La Bohemia, si la viola d’amore desafinó en el solo de Los Hugonotes, si la flauta se destemplo en el aria de Lucía?

Razón sobrada el crítico musical en decir que todas esas andanzas y trajines, todas esas crónicas y juicios, todos esos mareos en un mar de tinta, y otros tantos más que se quedan en los abismos del tintero, cual los tecantes al cuerpo de baile y hasta a las críticas de las pantorrillas, cuestan sudores, cuestan materia gris y cuestan trabajo. Pero, para eso te pagan, le grita su conciencia. -¿A quién, a mí? – Sí, a ti mismo; ¿no te pagan en la administración de diarios y revistas? – ¡Pero es tan poco!… suspira tristemente aquél. – Que sea poco, no importa al caso, el hecho es que te pagan por escribir, y tú no tienes derecho de esquilmar a los artistas, de extorsionar a los empresarios, de pedir comas por romper el silencio, no no, mil veces no. Pero tú tienes un derecho: el de pedir aumento de sueldo.

Y esta es, al fin de cuentas, la moral de la crítica musical. La función literaria debe ser recompensada, en relación al ético compromiso que representa. Los gerentes de banco que manejan caudales, los magistrados que hacen justicia entre los hombres, disfrutan todos de buenas rentas. El crítico musical está también en contacto con esos tesoros vivientes que son los grandes artistas, en sus manos, en parte. Está el juicio crítico de la reputación y del ingenio, ¿y habéis de mezquinarle el sueldo has el punto de hacerlo irrisorio? Si para desempeñar debida y honestamente el puesto de crítico, se necesita entereza moral, pagadla. No ha de premiarse sólo la función del cerebro; también vale, y mucho más, la honradez del corazón.

Yo sé de un crítico que pagaba la butaca de la temporada de su peculio propio, para gozar la independencia de decir lo que pensaba. Y como lo que pensaba era sabio y era justo, todo el mundo lo leía y lo encomiaba. ¿Qué diríais de un juez que en pleno tribunal os ocultara la verdad? ¿Qué diríais de un crítico que empañase con hábito mercantil la dignidad del arte? ¿Qué diríais de un crítico musical que pretendiese interceptar con su sombra y su silencio, los rayos de luz de la belleza musical?

Las condiciones éticas de la crítica son las siguientes:

La crítica debe ser justa. A todos los humanos repugna la injusticia y mayormente a los artistas. Casi siempre la injusticia tiene su castigo en este mundo. Hay castigos de esos que han durado siglos. Pensad tan solo en lo que sufren aún hoy día los pueblos de Israel, diseminados sin patria en la redondez de la tierra, por haber crucificado a Jesús. No es posible que el crítico use, como los prestidigitadores, del cubilete de doble fondo, de juzgar y de lucrar. Una de dos: o juez o mercader. Si ha de ejercer la primera función sin la segunda, que lo sea enhorabuena; pero si ha de pretender aunar ésta y aquélla en ese caso que renuncie a ejercer una misión cuya nobleza y austeridad no puede comprender. Pues es preferible que en vez de escribir acerca de la hermosura en el arte, salga por esas calles de Dios, a pregonar la venta de diarios y revistas o a gritar a voz en cuello; ¡Hay botellas vacías!. ¡prá papa!, o abriendo las puertas de un boliche cualquiera, expenda baratijas, salchichones o caña con limonada. Y nadie protestará ni se pondrá rojo de cólera o de indignación, porque el mercar es justo cuando se merece dentro de la ley del código y de la ley moral. Pero el criticar y el negociar a un tiempo don el sujeto de la crítica, haciendo juegos malabares don los adjetivos y poniéndoles un precio: tanto por decir bellos agudos, cuanto por escribir eximio guitarrista, y silenciando las verdaderas manifestaciones de arte cuando no hay unto, o poniendo en los cuernos de la luna los remedos de los chapuceros, cuando hay unto, tiene irremisiblemente que sublevar los ánimos honestos. Elegid. Pues, entre ser jueves o mercachifles. Lo uno está reñido con lo otro. Unir los dos oficios y meterse a desempeñarlos es exponerse a que se os tilde con el apodo de untables.

La crítica debe ser imparcial. Ya sabemos que os críticos, no pueden, a fuerza de ser humanos, librarse de ciertas simpatías, de ciertas tendencias de doctrina y de escuela, de cierta parcialidad, digamos, que lo inclina más a favor de un grupo de artistas que de otro, que despierta más vehemencia en las apreciaciones, mayor altisonancia en los epítetos. Pero ya tenemos estas debilidades por descontadas, siendo imposible pedir la imparcialidad absoluta en los juicios de los críticos. Debemos, sin embargo, exigir la mayor imparcialidad relativa en el dominio de la crítica musical, pues aunque hay matices que los diferencien, los términos de justicia e imparcialidad, se parecen sin ser sinónimos.

La crítica ha de ser sincera. Cualidad moral de las más apreciadas en el arte, es la sinceridad. Se le pide al artista, creador o intérprete que exprese con la profunda sinceridad su intuición, ese misterio que viene del más allá, como asimismo sus sentires y pensares estéticos. El arte es para el artista una entidad sagrada, el bien supremo, el más alto ideal, el altar de la belleza, el estrella del alma, el templo de Dios. El artista adora, como adora a su madre, como adora a su Dios. Es casi ocioso pedirle sinceridad. Pero el crítico de arte, a ése si, no debemos cansarnos de pedirle sinceridad. Hay páginas de la pluma de los críticos en que a medida que las recorre el lector, va pensando para sus adentros: estás diciendo lo contrario de lo que piensas o estás pensando no por motu propio, sino por boca de ganso. ¿Es posible ser imparcial si se merca con la pluma? ¿Es posible ser sincero si se remata en privada o pública subasta, el elogio y la censura?

La crítica debe ser un sacerdocio, y todo sacerdocio está basado en la moral. La noble misión de encauzar la corriente de las ideas estéticas, de guiar a la juventud por la senda de lo bello, de aplaudir los aciertos y los hallazgos felices, de censurar los atropellos a las leyes del buen gusto, de estimular el ingenio a producir e interpretar, de discurrir sobre escuelas y doctrinas, de sustentar o rebatir sistemas de estética, de valorar las obras y el talento, de juzgar facultades artísticas de intérpretes y creadores, ¿es posible que esta misión se arroje en brazos del mejor postor?

La crítica y la ética son dos hermanas gemelas. No tratéis de separarlas nunca porque os echaréis encima una montaña, el desprecio del artista; un mundo, el odio del arte; un infinito, la cólera de Dios.

Texto extraído de La Quena, Alberto Williams, Argentina, 1920.

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