
Alberto Williams: La obra de arte musical
Señoras y señores:
Si condensar ideas y reprimir palabras, es ya de por sí, tarea harto difícil para el disertador, ¿Cómo yo voy a salir del paso, discurriendo ante vosotros sobre la realización de la obra de arte musical?
El tema es vasto y hondo como un mar es vasto a tal punto me tienta con sus extrañas fosforescencias y sus atracciones de abismo, que me aventuro a encerrarlo en el estrecho cauce de un discurso.
¿Qué requisitos necesita la composición musical, para merecer con justicia el tan codiciado nombre obra de arte?
¿Cuál es la piedra de toque, el criterium, para juzgar de la excelencia o perversidad de las obras musicales?
¿Quién no se ha sentido impulsado a formular estas o parecidas preguntas, al ver la disparidad de juicios, las fluctuaciones de la duda y las flagrantes contradicciones, en que a diario incurren los críticos, los aficionados, los mismos artistas, y el señor Todoelmundo, al hablar de producciones sonoras?
Al informarse en los libros de historia, en las memorias y biografías, de las resistencias puestas a los forjadores de nuevos moldes; de las censuras agrias, las diatribas brutales y las risotadas sarcásticas que salpican las creaciones del genio; de los motes de nebulosas, estrafalarias y feas, arrojados con burdos ademanes, sobre las obras cuasi divinas de los Beethoven, de los Schumann y los Wagner, ¿qué artista no se ha sentido herido, conturbado y vacilante?, ¿qué alma no ha replegado sus alas en una contracción dolorosa?
¿Qué manos no se han crispado de indignación, ante el incomprensivo pedantismo, la suficiencia necia y el ultrajante insulto, de que hicieran gala tantos coetáneos para con esos vibrantes artistas, que luego han venerado de rodillas, como a dioses, las multitudes justicieras de la posteridad?
Ensayaré de responder a testas interrogaciones.
La música ha sido entre odas las artes, la más tardía en evolucionar. Hermana gemela del lenguaje o tal vez precursora de éste, ha dormido aletargada luengos siglos, en la noche de las almas. Surge del grito y se amplifica en la exclamación: da sus primeros pasos con la monodia y la danza cantada; no le basta la voz, construye los instrumentos, y con ellos acompaña la danza y la canción; cambia de rumbo luego, y con la diafonía, el discantus y el falso-bordone, prepara el fausto advenimiento de la polifonía; con Palestrina y Orlando Lasso, consagra en el siglo XVI la edad de oro del contrapunto; al mismo tiempo prepara en el cenáculo del conde Bardi, en Florencia, la cuna del drama musical; formula las leyes de la armonía; elabora la fuga, y la eleva en el siglo XVIII, con Sebastián Bach y con Haendel, al grado culminante de la perfección.
El florecimiento de la música es, pues, un fenómeno reciente en la historia.
De la penumbra de los antiguos tiempos, pasa al largo crepúsculo medieval, y luego, poco a poco, los velos de las nubes rasgarse en jirones al calor de las ideas que amanecen, y se expanden en los amplios horizontes y las áureas diafanidades de la forma beethoveriana.
¡Cuánto tiempo, oh música, no fuiste más sierva obediente, sumisa esclava del baile y de la poesía! ¡Cuántos siglos arrastraste tus harapos, junto a los oros y las púrpuras de tus augustas hermanas! ¡Cuántos veces no registe humildemente los movimientos mímicos y pantomímicos en las fiestas de los reyes y los dioses! ¡Cuántas veces no fuiste convidada a recoger las migajas del festín! ¡Cuántas veces no auxiliaste a los adeas en las épicas rapsodias! ¡Cuántas veces no llevaste, oh música, en tus alas, los peanes y las plegarias de las multitudes!
Pero rotas ya las cadenas de la larga esclavitud, nos apareces hoy cual la más libre de las hijas del espíritu, como manifestación soberana de la emoción estética y del pensamiento reflexivo, como intelectuación de las sensaciones sonoras, como objetivación de las potencias más nobles y más íntimas del alma, como un nuevo universo independiente que emerge del caos de la inconsistencia psíquica, al fiat lux de la fantasía artística, universo sonoro creado por el hombre dentro del universo infinito y silencioso de Dios.
La evolución musical ha sido tan rápida y fecunda, después de descubiertas las leyes de la armonía, que la definición generalmente aceptada por los pensadores y artistas, de ser la música expresión espontánea del sentimiento, nos parece ahora incompleta, comprendiendo tan sólo una faz de la cuestión.
Si bien se encuentra el sentimiento en el fondo de las concepciones musicales, al papel que desempeña es de exitador de la imaginación creadora. Pero no hemos dicho con esto todo; un hecho innegable es para los músicos modernos, la intervención manifiesta, poderosa y decisiva, que tiene el pensamiento reflexivo en la elaboración de las obras musicales, el cual pensamiento selecciona, combina y trabaja con las ideas musicales, o invenciones sonoras que denominamos motivos, del mismo modo que los poetas con vocablos, que el matemático con los números, que el filósofo extractor de quitaesencias con los conceptos.
No es posible ya cerrar los ojos a la evidencia. La música constituye un lenguaje propio, independiente, de sin par riqueza y expresión, lenguaje que no es sólo del sentimiento, sino de toda la integridad de nuestro ser, es una inmanencia del espíritu. Dispone de elementos completos para representar sensaciones, emociones y pensamientos sonoros. Los sonidos con sus vocales y sus sílabas; los motivos son sus palabras o sus imágenes; con los motivos forma sus incisos, sus frases, sus períodos, sus partes, sus discursos o poemas, que designamos con el nombre genérico de composiciones. Aún podemos ir más lejos, y decir que un motivo es un concepto musical.
Me objetaréis quizás, que con esta clase de conceptos no se puede discurrir acerca de las cosas y los seres, o de nosotros mismos. Si tal cosa aconteciera, el lenguaje musical sería un instrumento análogo al lenguaje verbal, y habría redundancia. Los motivos sonoros se unen, como se unen los conceptos verbales, para pensar; y si discurriéseis musicalmente, todos los músicos os comprenderían, y al vuelo se apercibirían si sois elocuentes o fastidiosos, si sois patéticos o juguetones, si sois apasionados o lánguidos, enérgicos o tiernos, bruscos o delicados, nobles o plebeyos, y si vuestros pensamientos son precisos o abstrusos, elegantes o ramplones, espontáneos o rebuscados, simples o complejos, ampulosos o naturales, alegres o melancólicos, tímidos o valientes, empañados o brillantes, sanos o morbosos; y paro aquí de contar, no sea que os fatigue con esta retahíla de vocablos.
Componer en el arte literario, significa unir palabras, imágenes o conceptos verbales; de igual modo componer en el arte musical quiere decir, unir motivos, imágenes o conceptos musicales.
No ha de creerse por ende, que la música sea representación de nuestros sentimientos de conservación y reproducción, de egoísmo y altruismo, de religiosidad y admiración; sino antes bien, representación del sentir y del pensar musicales.
Ex profeso, digo primeramente sentir, puesto que la invención del motivo es un acto de intuición, que se produce en el mundo misterioso de la inconsciencia, como todos los actos de creación del espíritu humano. El desarrollo ulterior de composición, basado en un motivo inicial, es un acto de pensamiento consciente y reflexivo. Dicho desarrollo comporta, no obstante, una serie más o menos grande, de sucesivas creaciones de motivos; mas, a pesar de la inactividad de los motivos, un relación de sugerencia, de parentesco en los estados psíquicos, una relación de parte a todo, de conformidad de un plan, los hilvana y conduce como ariádnico hilo al través del portentoso laberinto de la imaginación creadora.
Ahora bien; ¿qué debemos entender por obra de arte en general?
La obra de arte que produzca en el contemplador estético el anhelo repetido de volverla a contemplar. Tal es el libro que se relee; tal, es el cuadro, o la estatua o el templo, que se mira sin saciedad; tal, el drama, la ópera, la sonata o la sinfonía, que nos complace oír a menudo.
Para que sea digna de ese apodo la producción musical, debe revelar las siguientes cualidades:
1º Perfección técnica;
2º Originalidad;
3º Emoción.
Aun cuando la belleza no se manifieste sino al través del prisma de la perfección técnica, existen obras que denotan sólidos procedimientos, correctísima elaboración, y sin embargo, carecen de belleza.
El sentimiento de la belleza, escapa al radio de la acción de la voluntad; es dón del cielo, revelación de lo inconsciente, rayo de luz que brota en el gran misterio del alma, iluminando las obras con resplandores que fascinan y enamoran.
La obra desprovista de hermosura, y aun de novedad y de emoción, podrá salvar las vallas del olvido, e imponerse a nuestra consideración, si revela perfección en su estructura. “En el arte, aunque esto parezca una herejía, dice Menéndez Pelayo, las cosas valen por la ejecución más que por lo que son en sí”.
Afánese el artista por apropiarse los procedimientos técnicos de su época, y sin tegua ni descanso lucha por alcanzar el máximum de la virtuosidad; pues sabe que a ses precio tan sólo ensanchará los dominios de su propia creación.
Las escuelas de arte, contribuyen poderosamente a dotar a los artistas de esas armas indispensables, economizando a la juventud una suma considerable de esa labor dura, larga y penosa, que malgasta tristemente las energías de los autodidactas y reduce siempre a cenizas su producción.
El autodidactismo no puede ya en nuestros días producir música, fuera de las danzas y canciones populares; y aun éstas necesitan ser transcriptas por la mano sabia de un artista, para que puedan resistir las pruebas de la publicidad.
En consecuencia, podemos sentar como elemento el juicio inapelable, que toda obra musical que descubra lunares o vicios de factura y peque por insuficiencia de técnica, ha de arrojarse a los hornos edilicios y quemarse conjuntamente con los billetes falsos y los jamones infestados de triquina.
Es la originalidad una de las prendas más raras, al par que más seductoras el espíritu. Por desgracia, la mayor parte de las producciones modernas, que que aspiran a ser novedosas a todo transe y cueste lo que cueste, caen en el rebuscamiento, adolecen de frescura y de sinceridad y semejan trapos retortijados o limones exprimidos. Se paga en ellas, en verdad muy caro, el peaje por transitar sobre un puente que nadie a un a pisado, el tributo al anhelo de decir algo distinto, de singularizarse siguiendo la corriente individualista del arte; pero que ha de ser fatal a todos aquellos que carecen de espontánea y natural originalidad, produciendo en vez de organismos vigorosos y lozanos, vegetaciones que son casos bien determinados de teratología, monstruosidades de la imaginación, quimeras de visionarios, molinos de viento de la mente enloquecida, productos del morfismo, del alcohol y del delirio. Querer decir algo nuevo, contra viento y marea, cuando Dios no nos ha dado originalidad, es una locura perdonable, que puede enternecernos e inspirarnos simpatía para con los artistas, ávidos de creaciones, pero es una locura.
Aspiremos en buena hora a la originalidad; el anhelo de crear así nos lo comande; pero no nos extraviemos en la selva sagrada; seamos naturales y digamos francamente lo que Dios nos ha encargado decir, digámoslo con la espontaneidad del pájaro en las ramas; y si nuestro canto es canto de jilguero ¿a qué diablos hemos de andarnos por las ramas parodiando al ruiseñor?
Si jilgueros nacimos ¿por qué empecinarnos en remedar a otras aves peregrinas? ¿No es también hermoso el cantar de los jilgueros, cuando saludan las claridades de la naciente aurora, desde sus propios nidos, donde calientan a su prole con el ardor de sus corazones?
La virtud de emocionar que tiene en sí la música, y que origina el contagio de la simpatía y despierta el admiración, que reproduce en el oyente las emociones del autor, es la resultante de ese estado de ánimo sui generis, comparable a la exaltación de las antiguas pitonisas y al sagrado delirio de los vates; vibración del alma que envuelve las obras del artista como en efluvios embriagadores de rosas.
Muchas obras, muy estimables en el concepto de la técnica como asimismo de la originalidad, están privadas de esa virtud de conmover. Mas no olvidemos que la técnica y la originalidad, constituyen los elementos duraderos de la obra de arte; y que la emoción es el elemento variable, que cambia con la época, casi diría con las modas, y cambia de pueblo en pueblo.
Las obras que provocan la explosión de los entusiasmos, y las admiraciones vehementes y arrebatadoras, se vuelven hijas predilectas de nuestras aficiones estéticas y de nuestro amor intelectual. Adviértese en ellas el desborde de un superávit de sensibilidad, la plenitud de esas energías vibratorias del alma, que se expanden en raudales fecundantes, en lluvias que bañan las flores de la imaginación, y que hacen germinar las vegetaciones lujuriantes y magníficas del arte.
De la reunión de esas tres cualidades de que hablo, vale repetir, perfección técnica, originalidad y emoción, nace la belleza de la obra de arte musical, esa belleza que todos sentimos de consuno y contemplamos como radiante luminar, y cuya definición nos escapa, del mismo modo que la definición del tiempo, de la materia, del espacio.
Dice Spinoza que juzgamos que una cosa es buena, porque vamos hacia ella por el apetito; así también podríamos agregar nosotros, que juzgamos que una cosa es bella, porque vamos hacia ella por la emoción estética.
Conferencia dada el 10 de agosto de 1907,
al inaugurar la Sucursal de La Plata.
Texto extraído de La Quena, Alberto Williams, Argentina, 1920.