
El Valle Calchaquí
Atahualpa Yupanqui
Muchos han sido los viajes, giras y travesías que realicé a lo largo de los llamados Valles Calchaquíes. Los he topado desde diversos sitios. En ocasiones, llegaba a ellos desde la Quebrada del Portugués, en el Sur tucumano. Otras, me asomaban al misterio de esa alta tierra desde Amaicha del Valle, o bajando del Alto de Ancaste, en Catamarca, o pasando por Las Criollas, al fondo de San Pedro del Colalao, como quien busca los rumbos de Cafayate. 0 desde Pampa Blanca, en Salta, o desde los Laureles, Río Blanco, Quebrada del Toro. Otras veces, luego de una larga excursión por el Chañi Chico de Jujuy, he topado Cerro Moreno, punta de los Salares, camino de Atacama, y torciendo al Sur luego de padecer los vientos de Acay y Cachi, llegando en una semana de trajines a la huella histórica del Valle.
Todos estos viajes los hice a lomo de mula. Jamás anduve por esas regiones en automóvil. En aquellos tiempos, era imposible usar otro medio que no fuera el caballo o el mular, pues no había sino caminos de herradura. Luego se habilitaron caminos entre las montañas. Pero estando cerca y con algunos días disponibles, no he querido llegarme al valle calchaquí en automóvil. Prefiero mirar este aspecto de mi vida, esta etapa de mi juventud, como cosa cumplida, como ejercitación o disciplina de la paciencia y del amor a América. Lo siento como una manera de respetar a Pachamama.
Además, en aquellos días nos acompañaban los libros de la conquista y asuntos de nuestro continente.
Sabíamos casi de memoria la tarea de Diego de Rojas, de Villacorta, Alvarado, Jerónimo de Cabrera, Gaspar de Medina, Montesinos. Conocíamos las aventuras de aquel andaluz travieso, el falso inca Bohórquez, su reinado en alto valle, su enjuiciamiento en Lima, su fuga, su desaparición.
Nos apasionaban Rojas y Arguedas, Chocano y Darío, Palma y Freyre. Leíamos con muchísimo interés a Echeverría, a Alberdi, a Juan Carlos Dávalos, a Canal Feijóo, a Fausto Burgos, a Jaime Mollins, Hernández, Javier de Viana, Herrera, nos eran familiares, como también la seria obra de don Adán Quiroga, su Calchaquí, y las incursiones etnológicas de Lafone Quevedo, de Ambrosetti y Debenedetti, de Ricci y Podnasky. Los comentarios del Inca Garcilaso eran nuestra Biblia folklórica, nuestro radar en la bruma del mundo incásico. Y nos consolaban en la soledad de los caminos los yaravíes de Mariano Melgar, los huaynos de Alomías Robles, los temas aymarás de Cava y Benavente.
Algunas veces, por ahí, norte adentro, nos enfrentábamos con gente que tenía algo que decirle al mundo, a nuestro mundo. Y es así que en una aldea pequeña, o en un sencillo salón de provincia, escuchamos charlas y conferencias de Torres López sobre el Amazonas, el Acre y Matto Grosso y asistimos a los trabajos y desvelos de un joven musicólogo que caminaba paso a paso el valle y la sierra inmensa anotando melodías, frases, gritos y antiguas danzas. Se llamaba Carlos Vega, Y hoy representa autoridad y talento a los hombres sabedores del canto de América.
Nos habíamos formado una idea de nuestra tierra. Una idea romántica, llena de sueños heroicos, sin calendario y sin fruto económico alguno.
Queríamos conocer nuestra Argentina, metro a metro, cantar junto a los arroyos, dormir en las grutas o bajo los árboles, pasar las tardes leyendo los libros que llenaban las alforjas, y andar, sin otro propósito que conocer, cantar, bailar una zamba, conquistar un amigo, enjoyar de paisajes la nostalgia para que nada nos pareciera demasiado triste.
Ansiábamos resucitar el gaucho que los abuelos depositaron en nuestra sangre, queríamos atesorar el canto del Viento, y este anhelo nos entregaba dificultades y desvelos. Pero todo lo vencíamos. Hambre y sed, fatiga y soledad, eran para nosotros motivo de experiencia, pero jamás los sentimos capaces de doblegarnos.
Queríamos merecer la honra de haber nacido sudamericanos, y cada viaje al Valle Calchaquí era como un curso en una infinita universidad telúrica. Esquivábamos las «farras» en lo posible. Buscábamos las «reuniones», las escenas con danzas, con vidalas, con versos, con cuentos del campo, con referencias históricas. Es decir, cada uno de nosotros, quería aprender cosas que nos ayudaran a crecer por dentro.
Hacíamos chistes sobre la tercera dimensión, sobre el sentido de profundidad, o de conciencia del ser. Pero ahora pienso que no era por gracia la referencia. Mis compañeros de viaje fueron diversos, según las provincias y los años, y siempre me han tocado en suerte personas, jóvenes o maduros, todos buenos camperos, paisanos prudentes y sufridos, y gente con espíritu.
Gastábamos con frecuencia un dicho de mi tío Gabriel: Pa ser alto y ancho, basta con puchero y mazamorra …
Y como entendíamos que sólo con eso no se llegaba a Hombre, leíamos con gran dedicación cuanto libro llegaba a nuestras manos, y caminábamos, sin apuro, libres como el viento, por todas las huellas del Valle Calchaquí. Rara vez acampábamos en algún puesto, o en una aldea. Nos placía desensillar al aire libre, bañar las bestias, atarlas a lazo largo, luego lavar nuestras ropas, preparar alguna vianda sencilla. Uno anotaba cosas del viaje, otro tinquiaba el sombrero como acompañando con ritmo una copla de baguala. Otro, allá, sobre el bordo, meditaba, o rezaba.
Uno de los viajes más felices, lo realicé hace veinticinco años, con Ruiz de Huidobro y Felipe Chocobar. Los dos, criollos y jinetes, los dos, capaces del más grande esfuerzo; los dos, siendo uno culto y de tradicional familia tucumana y el otro indio de la comunidad amaicheña, probaron ser aptos para entrar en el misterio de las salamancas, para penetrar en el mundo de los símbolos, para callar cuando era menester oírlo al silencio.
Esta excursión, que duró más de cuarenta días, las iniciamos en Raco (Tucumán) y abarcó tierras de Catamarca, Salta y Jujuy. Fuimos por las montañas y todo el Valle Calchaquí y volvimos por el camino nacional, por el carril que ahora denominan Ruta 9.
Sólo que en Lumbreras (Salta) abandonamos el ancho y fácil camino para penetrar a las boscosas serranías de Anta, donde pasamos varios días cazando monos y tapires americanos y rastreando pumas entre el Río Espinillo, Cerro Pelao y Río Las Víboras, cerro adentro, más allá de la vieja finca de los Matorras.
Llevamos, además de las mulas de montar, dos mulas chaznas con los avíos, ropas, libros, un charango, una flauta de caña y una vieja caja vidalera. Con estos elementos y. un firme corazón esperanzado, cualquier criollo puede recorrer el mundo contando tradiciones de su patria, y aprendiendo el canto de otras tierras.
Siempre he pensado que nada es mejor que viajar a caballo, pues el camino se compone de infinitas llegadas. Se llega a un cruce, a una flor, a un árbol, a la sombra de la nube sobre la arena del camino; se llega al arroyo, al tope de la sierra, a la piedra extraña. Pareciera que el camino va inventando sorpresas para goce del alma del viajero.
Además, el hombre tiene la facultad del canto, y como no es necesario cantar hacia afuera, haciéndose oír, el viajero «de a caballo» puede sentir todas las coplas vibrando en su garganta sin que sea menester emitir un solo sonido. Y puede lograr un estado de gracia o de emoción intensa. Yo lo he experimentado en largos viajes y durante años.
Muchas veces me han señalado como si fuera una sombra callada que pasa, cuando en realidad mi corazón flotaba como la espuma en el tope de una ola, y todo el canto del mundo, desde el más olvidado yaraví hasta un coral de Bach, pasaban ayudando a mi vida, estremeciéndome de dicha, de pena o de emoción. Más de una vez estos recónditos conciertos me han dejado rendido de fatiga, luego de tanta exaltación. Y así he vencido muchas leguas, y así he aprendido a descubrir las mil avanzar de un largo viaje, mientras la bestia ajusta su marcha a un rítmico tranco, y los caminos se pueblan de hechicerías en su afán de merecer el Canto del Viento.
Penetrar en el Valle Calchaquí, atravesarlo, vivir en él, significa una deliciosa experiencia. Algunas veces, un viejo dominico, el padre Robles, solía decir que si Dios hubiera elegido lugar para su paz, se hubiera decidido por la zona comprendida entre Colalao del Valle y Tolombón. Ahí todo está sereno – decía -. Hay una paz bíblica, alcanzada, madurada.
Yo creo que tenía mucha razón en su apreciación. He atravesado esos valles a distintas horas, en tiempo diverso. He bajado de las nieves, en descensos peligrosos, en que la mula resbala sobre barro nevado juntando sus patas, mientras abajo y lejos brama el río. He pasado bajo el plomo de la siesta en los veranos, observando en las aldeas las viñas maduras, el membrillar repleto, las ciruelas coloreando en los patios, las acequias claras y frescas; he caminado leguas bajo la luna grande de los valles, como atravesando una senda de plata.
Muchas veces, en las orillas de los pueblos, cuando se busca el rumbo hacia la noche abierta, hacia el desierto, el valle nos regalaba su pedazo de copla bagualera. Un gaucho, un vallisto, nos cruzaba en la senda con ruidaje de cueros, guardamontes y espuelas. La voz, áspera, más alarido que música, coleaba notas agrias en el aire. Pero en pocos segundos, cuando la distancia comenzó a idealizar las cosas, la «baguala» alzaba su clarínde saudades, y no creo que se pueda oír nada más bello, ni más criollo.
El fuerte crujir de cueros se había esfumado. Y la espuela era un tierno tintinear lleno de encanto, mientras que la voz del paisano era como una flecha salida del corazón de la tierra:
«Yo soy Jacinto Cordero
la lima que corta el fierro …«
El Canto del Viento ha buscado las arenas del Valle Calchaquí, para sembrarlas de coplas y tonadas, y refranes y sentencias. En cada rancho se cobijan los hombres bagualeros que el Carnaval reclama, en esas tardes en que la chaya suelta sus palomas de harina y la albahaca comienza su reinado con repecho en las trincheras, zamba cajoneada y luna cómplice.
Es una incomparable emoción cruzar por esos valles soleados, mirando allá lejos algunas cumbres nevadas, tratar con el paisanaje lleno de tradición y cordialidad, contemplar esas rutas que ganan las cumbres, por donde transitaron los conquistadores, ver el amplio escenario donde los Calchaquíes ofrecieron durante más de cien años tenaz resistencia. Como sombras de la epopeya de América parecen escalar los altos montes y desde allí contemplar, como estatuas de greda y soledad al mundo entero, los ojos de Chelemín, Chumbita y Juan Calchaquí.
¡Juan Calchaquí! Fue libertado para ir y ordenar la rendición de su gran pueblo indio, y caminó hacia el oeste, pasando de cumbre a cumbre, y una mañana, en lo alto de un peñasco, gritó su grito último y se lanzó al abismo.
Por esos valles, y en la oscura mirada del paisanaje vallisto, anda el alma de Juan Calchaquí, libre y señor del valle, armado cacique de todas las tradiciones de bravura, coraje y sentido de la soberanía. Quizá mucho de él alienta en la baguala, en esa infinita poesía sin palabras que es el canto de la inolvidable tierra calchaquí.
Al cerrar este breve capitulo, quiero fijar los versos de una canción escrita hace treinta años, y que ningún cantor de fama ha cantado nunca. Es un hermoso tema de baguala dramática, que pertenece a la colección de un pianista que viajó mucho por ese norte luminoso: Arturo Schianca. Muchos Hace años, en Salta, Schianca me dio estas coplas, con su texto musical correspondiente. Solíamos cantarlas por las noches más allá de Rosario de Lerma, cerca de Los Laureles, a la orilla del río Blanco, donde pasé largas temporadas.
Y en la vieja ciudad salteña, caminando entre plática y poema, con Díaz Villalba, Barbarán Alvarado y Julio Luzzatto, solíamos entonar esta baguala tan seria y cabal. Luego, cerca de 1943, la estrené oficialmente en el teatro Rivera. Indarte de Córdoba. La cantaba un coro formado por estudiantes norteños de la universidad cordobesa.
Desde entonces, no he vuelto a escucharla. Un día la encontrará alguien, hermosa y olvidada en un camino. La limpiará de arenas y nevadas y pensará que se ha topado con una joya. Y será verdad.
CALCHAQUE
Soy de raza Calchaque
Raza que adora al sol
Sol que nos dio la vida
Vida que fue de amor.
No han quedao mas que piedras
Pa ‘recuerdo y dolor
De la raza Calchaque
De los hijos del sol.
Ya no existe mi raza,
Ya no alumbra mi sol,
No han quedao mas que piedras,
¡Piedra es mi corazón …!
Texto extraído de El canto del viento,
Atahualpa Yupanqui, Argentina, 1965.